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Una izquierda leguleya

La izquierda leguleya. Dentro del cuadro de síntomas de la autoproclamada nueva política emerge por derecho propio un adanismo singular. 

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Dentro del cuadro de síntomas de la autoproclamada nueva política emerge por derecho propio un adanismo singular. La lógica confusión de aquellos que, como no estaban allí (o aquí), acaban por asumir que Todo empieza con su llegada: la participación, la rendición de cuentas, el propio parlamentarismo y hasta la Democracia… si tienen un buen día. Este modo de pensar es el correlato natural de un discurso mediante el que se han canalizado diferentes grados de descontento tras la larga crisis para dar entrada en el sistema a quienes planteaban una enmienda a la totalidad del mismo.

Y hasta aquí el recorrido útil de un estado de negación más infantil que nuevo del que, sin embargo, sus protagonistas se resisten a liberarse. Por más que la realidad les muestre una y otra vez que las instituciones, las normas o la política como tal no se han ideado anteayer en un asamblea de facultad o en un cursillo de coaching y liderazgo. Este aferrarse al relato fundacional no parece producto de ninguna peculiaridad ideológica, lo comparten los diferentes populismos –con coleta o con corbata-, y acaso se explica por la necesidad de mantener una pasión dialéctica que constituye, en buena medida, la razón de ser de los neo-políticos.

En este clima de desconexión con la realidad juega un papel renovado la izquierda tradicional, el otrora sistémico PSOE, que asiste conmovido al fin de las mayorías absolutas desde la privilegiada posición de quien encadena derrotas mientras celebra las insuficientes victorias del Partido Popular. Sin entrar en los motivos por los que una organización puede definirse a sí misma únicamente en función de los resultados de aquella con la que rivaliza, este escenario de mayorías insuficientes está siendo el terreno mejor abonado para un filibusterismo de nuevo cuño en el que los socialistas están haciendo méritos sobrados para doctorarse. Son los primeros en asumir el lenguaje disruptivo de los antisistema en todo aquello que les suponga un rendimiento marginal. Dedican ovaciones parlamentarias a los grandes pronunciamientos de quienes poco a poco captan las voluntades de sus antiguos votantes y, en fin, a falta del esfuerzo necesario para reencontrarse políticamente a sí mismos, procuran echar cuanta leña pueden al fuego de su propia inmolación.

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Todo esto sería perfectamente indiferente a efectos de lo que importa a los ciudadanos de no ser por su impacto en las labores propias de sus representantes. Del trabajo por el que se nos paga a final de mes, y que debería traducirse en algo más efectivo que un puro juego de espejos arbitrado por una aritmética parlamentaria más o menos complicada. Y aquí es donde ha surgido la nueva mecánica parlamentaria de una oposición irresponsable con la plena colaboración socialista. No estando en el gobierno regional –han pensado- bien se puede tratar de teledirigirlo con leyes ad hoc desde la Asamblea de Madrid. Puestos manos a la obra, proponen leyes para todo. Leyes para modificar planes o programas del Ejecutivo, leyes para reescribir otras leyes, leyes para sortear el reglamento de la propia Asamblea, leyes para arrogarse competencias ajenas o leyes voluntaristas que entran en contradicción con normas vigentes de rango superior.

Una auténtica inflación de preceptos que indisimuladamente va convirtiendo el Poder Legislativo en un Poder Leguleyo. Y que tan de actualidad pone aquel pasaje de Tolstoi en Guerra y Paz, reconvertido en una máxima que harían bien en inscribir a la entrada de todos los parlamentos que en el mundo han sido: Escribir leyes es fácil, lo difícil es gobernar. 

Diego Sanjuanbenito es diputado del Partido Popular (PP) en la Asamblea de Madrid.

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