Diez años han pasado ya desde que dejé atrás las aulas de la facultad de derecho, y aún recuerdo ese ambiente cargado de energía, nuevos proyectos y, sobre todo, de cultura. Complejos fueron los primeros días, a la par que emocionantes por el inicio de una nueva etapa llena de ilusión, pues al fin, un miembro de nuestra humilde familia había logrado acceder a estudios universitarios.
Y allí estaba, bajo el emblemático cisne de la Universitas Complutensis Matritensis, el hijo de dos obreros, dando los primeros pasos en un espacio que hasta no hacía demasiado tiempo, había estado reservado exclusivamente para las privilegiadas familias. ¡Qué gran conquista social!
En aquellos momentos no llegué a entender con claridad la importancia y la grandeza de aquella victoria. El coste fue sin duda alto para los padres de toda una generación: innumerables protestas y huelgas, que habitualmente acababan en represión. Y por supuesto, madrugones y dolores en partes del cuerpo que probablemente nosotros nunca padezcamos, generados por una clase empresarial sin escrúpulos. A pesar de todo, consiguieron su objetivo, pues sus hijos seríamos futuros universitarios. Mi eterno agradecimiento.
Durante los años de carrera aprendí un nuevo significado de los términos esfuerzo y sacrificio, pues fueron horas y horas las que dediqué a cada lección, examen y asignatura. No solo fueron años de formación académica sino también tiempos en los que se fraguó el camino hacia la madurez profesional y personal, en el que cada momento superado era fruto del trabajo y del esfuerzo personal.
Estudié por cierto en una universidad pública.
Casi un mes después de que viera la luz el escándalo del máster de la presidenta de la Comunidad de Madrid, he decidido escribir estas líneas tras haber dejado atrás la rabia de los primeros días.
Probablemente se trate de una cuestión de valores, pero lo cierto es que una sociedad sin educación y sin cultura está abocada a su desaparición, o con suerte, a verse relegada a una posición irrelevante.
Nuestra sociedad, silenciada tras un insoportable empacho de corruptelas, no llega a percibir la gravedad del estrangulamiento que viene sufriendo desde hace años el corazón de la cultura por parte de los tentáculos de una burda clase política, y que reside precisamente en la comunidad universitaria.
El derecho de acceso a la universidad, sin importar la clase social del individuo, ha sido uno de los mayores logros de nuestra clase, la clase obrera, razón por la que no podemos permitir que los corruptos desplacen impunemente la responsabilidad de sus propios actos al ámbito universitario, pues no es la comunidad universitaria la responsable de la inutilidad y mediocridad de determinada clase política.
Combatamos este cáncer que pretende desintegrar nuestro sistema educativo, utilizando precisamente aquello que no soportan, la formación y madurez obtenida tras años de esfuerzo en nuestras aulas, en las casas del saber y del conocimiento, dejando a salvo nuestras universidades, para que aquellos que nos siguen también puedan recordar aquella maravillosa experiencia que fue el paso por la universidad pública. Sin excusas, hay que echarlos.