Antes, nos decían que éramos “una raza”, o “un pueblo”, o “una religión”, o “un partido político”. Antes éramos sólo parte anónima de una masa humana informe, cuyos líderes, designados por el Destino, decidían por nosotros: éramos, por lo visto, parte de los “blancos” o de los “negros”, de los “cristianos” o de los “musulmanes”, de los “patriotas” o de los “revolucionarios”…
Antes, los que se oponían a nuestra tribu legítima y superior recibían también nombres: “fascistas”, casi siempre, fueran de la opción política que fueran; “infieles”, sin preguntarles en qué creían o por qué no lo hacían; “extranjeros”, si no pensaban como debían, aunque fueran nuestros propios vecinos; “enemigos” todos, “traidores” siempre.
Pero eso era antes.
Un día, nos dimos cuenta de cada uno de nosotros era único. Con su nombre y apellidos, con derecho a decidir su manera de vivir sólo según su voluntad, sin que se nos pudiera diluir en grupos amorfos y mal definidos. Un día, nos dimos cuenta de que cada uno de nosotros era libre, y ya no hubo marcha atrás.
Ese día decidimos pactar un modo nuevo de vida. Un modo de convivencia en que todas las opciones pudieran coexistir, en que todas las opiniones se pudieran escuchar. Pero, conscientes de que era imposible realizar tantos modelos de vida, decidimos pactar que la minoría aceptaría deportivamente lo que la mayoría desease. Pero a la vez, que cada cierto tiempo se volvería a revisar el pacto, para que todas las opciones siguieran siempre abiertas. En resumen: que decidiríamos todos democráticamente lo que nos afectara a todos.
Y así, ese día acordamos que ese pacto se convirtiera en ley, una ley que nos obligaría a todos desde entonces y siempre. Y de ese pacto surgió, en cada rincón del mundo civilizado, la Ley con mayúsculas: la Constitución.
Desde ese día, sentirte de una determinada cultura o hablar una lengua concreta no te da derecho a reclamar la propiedad del suelo que pisas, porque es de todos. Desde ese día, tenemos una determinada nacionalidad porque la escogemos, y no nos limita ni condiciona dónde hemos nacido ni qué lengua hablamos. Sólo el voto de cada ciudadano, libre, independiente y único, decide los derechos y obligaciones que nos comprometen a todos.
Estos días hay ruido, conceptos simplificados y tergiversados, insultos y desprecios. Claro. Todo este estruendo lo han provocado unos pocos que no quieren respetar la ley, que añoran cuando éramos una masa diluida manejable, que intentan volver a la tribu definida por culturas o lenguas, para así poder volver a imponernos su voluntad.
Que no nos distraiga el ruido: por encima de derechas e izquierdas, de pueblos u opiniones, de la lengua que hablemos, está nuestra Constitución, que nos hace libres. Que nos ha regalado el periodo de paz, libertad y prosperidad más largo de toda la Historia de España. Para poder seguir siendo libres, iguales y únicos, para seguir opinando lo que cada uno opinamos, defendámosla todos juntos.