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Con mi barrio no se juega

Vengo de aquellos lejanos tiempos en los que la rebeldía juvenil de unos barrios recién llegados a la democracia constitucional, se topó de bruces con la ofensiva del tráfico de drogas que desquició cabezas y destrozó cuerpos.

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Vengo de aquellos lejanos tiempos en los que la rebeldía juvenil de unos barrios recién llegados a la democracia constitucional, se topó de bruces con la ofensiva del tráfico de drogas que desquició cabezas y destrozó cuerpos. Vimos a niños iniciándose en el pegamento, como si fueran alevines en proceso de entrenamiento para pasar al canuto, el caballo, la coca.

Aquellas drogas, especialmente la heroína, se llevaron por delante a la generación de la Movida, causando más víctimas que una guerra y más muertes que todos los atentados terroristas juntos, muchas más que los accidentes anuales de tráfico o en el trabajo.

Las madres, las asociaciones vecinales, intentaron cortar aquella ruleta rusa que jugaba con la vida y la muerte de nuestros jóvenes, no siempre con éxito y teniendo que soportar el dolor de muchas vidas perdidas en los rincones más tenebrosos y apartados de los barrios.

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Los ricos y altos ejecutivos jugaban con la coca, que terminó extendiéndose como una mancha hacia los lugares de diversión juvenil. Se nos llenó el diccionario coloquial de nuevos términos como éxtasis, speed, crack, que requerían un pastillero completo, mezclado con alcohol y tabaco para quemar las noches del bakalao y sus numerosas rutas.

Han pasado los años. Los médicos y policías se pasean por los institutos aleccionando a nuestros adolescentes sobre los daños y peligros que acechan tras el consumo de drogas. Los anuncios de tabaco y de alcohol de alta graduación han desaparecido de las televisiones y los medios de comunicación. Sigue existiendo el consumo de drogas, pero las tareas de prevención, información, tratamiento, se han incrementado.

Hoy, como hace décadas, los jóvenes vuelven a mirar con preocupación su futuro. Todo cuanto habíamos aprendido las generaciones anteriores sobre estrategias vitales parece desmoronarse. Una mayor formación reglada no garantiza siempre un mejor empleo, ni mucho menos mayores recursos económicos. La precariedad  se nos presenta como algo mejor que no tener empleo. Los salarios de miseria nos hacen creer que el mileurismo es un horizonte más que aceptable.

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Mientras tanto los barrios se pueblan de salones y casas de juego y apuestas. Lo que antes eran apacibles comercios, sucursales bancarias, cafeterías, se transforman en “ludopatecas” en las que se rinde culto al juego compulsivo. Especialmente en los barrios más necesitados y afectados por problemas económicos y sociales.

Si juegas a la lotería, o a la quiniela, hay un momento para apostar, otro de espera y  otros de alegría, o desengaño. Si se puede apostar sobre todo y en todo momento, las cosas se complican. Todo es inmediato, todo es compulsivo. En cada instante se reproduce la apuesta, la espera, el resultado. Hay café y bollería baratos. No es un lugar de paso. Invita a quedarse y seguir jugando. Hombres, mujeres, mayores, menores. Una sociedad en juego permanente. La ludopatía, la ludomanía, como esperanza vital.

Las asociaciones vecinales se han dado cuenta de la jugada y han reaccionado frente a una administración dispuesta a sacar todo el jugo económico que puede dar la desregulación y liberalización absoluta del juego. Así ha ocurrido en barrios y pueblos madrileños, donde los cines han desaparecido y dónde muchas decenas de casas de apuestas han abierto sus puertas separadas por unos pocos metros las unas de las otras. Es una realidad por todo Madrid.

Me parece que no basta regular esta actividad, impedir que en esos antros entren niños, que se abran cerca de los colegios, o dedicar un poquito de dinero de sus beneficios a curar la ludopatía. Creo que hay que ser más ambiciosos y tratar al juego como tratamos al tabaco, o al alcohol. Para empezar no estaría mal prohibir los anuncios de casas de apuestas y apuestas online.

Hacen bien los vecinos y vecinas en defender en los barrios que la droga del juego no se apodere de los deseos de felicidad de mucha gente, acabando con vidas y destruyendo familias enteras. No parece mucho pedir que Ayuntamientos, Comunidad y Estado escuchen a estas gentes y se pongan a colaborar de inmediato.  Nuestros barrios, nuestra gente, no merecen un horizonte vital tan mediocre.

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