Preocupación ecológica posveraniega

En una de esas, un compañero de trabajo nos cuenta lo preocupante que es que millones de árboles estén ardiendo en Brasil.

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Imagen: © REUTERS/Ricardo Moraes

Es extraño este mundo en el que nos ha tocado vivir. Se acabaron las vacaciones, volvemos a la rutina, a los colegios de los niños, al trabajo imprescindible y rutinario, al  estudio necesario y anodino. A la charla de café, de banco en el parque, de barra de bar. Al debate político en bucle. Al supermercado atestado. Al cotilleo tertuliano de los muertos y los vivos.

Cada cual desgrana sus preocupaciones, exhibe su plumaje, oculta sus miserias. En una de esas, un compañero de trabajo nos cuenta lo preocupante que es que millones de árboles estén ardiendo en Brasil. Comparte con nosotros la conciencia (tal vez aprendida en la televisión) de que ese pulmón planetario que es la Selva Amazónica no debe desaparecer, al menos si queremos que la vida en el planeta tenga una oportunidad.

A continuación nos cuenta sus vacaciones de nueve días, ocho noches, en un lejano país a 10.000 km de distancia. Las decenas de horas de vuelo, los exóticos paisajes, las sorprendentes comidas y los insólitos y afables habitantes que deambulan buscándose la vida por aquellos parajes.

Son charlas de café. Pero si lo piensas un poco, tan sólo ese viajero de avión, que ha recorrido algo así como 20.000 km en su ida y vuelta, ha terminado emitiendo más de 250 gramos de CO2 por cada kilómetro recorrido. La cantidad resultante, sin tomar en cuenta el resto de contaminantes emitidos por el avión, me parece desproporcionada para un solo viajero, pero esas son las cifras que publican los organismos internacionales.  

La dimensión del problema medioambiental es tan grande, sobrepasa de tal manera nuestra capacidad de comprensión, al tiempo que somos conscientes de que algo grave está pasando en el planeta, que tendemos a buscar responsabilidades, a ser posible lo más lejos que podamos de nosotros. En el Amazonas, por ejemplo.

No es que yo piense que Bolsonaro y los lobis de terratenientes brasileños no tengan una responsabilidad infinitamente mayor que la de mi compañero, ni que el magnate que usa y abusa de su jet privado contamine menos que él. No pienso tampoco que los gobiernos del planeta, las grandes corporaciones, no sean los principales responsables de cuanto está ocurriendo.

Sólo digo que comienza un nuevo curso en el que, además de volver a las rutinas del día a día, a la carga del trabajo, el paro, el estudio, la precariedad, o a las cuantiosas labores que nuestra sociedad ha reservado para nuestros abuelos pensionistas, tal vez debemos pensar si el modelo de vida occidental, el consumo desproporcionado, tan atractivo para el resto de pueblos del planeta, es sostenible durante mucho tiempo, sin plantearnos cambios profundos en nuestros hábitos cotidianos. Al menos deberíamos aprovechar el momento y darle una vuelta.

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