martes, 13 mayo, 2025
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En el país de los ciegos pandémicos

Cuenta un viejo y mal chiste que los españoles ganamos la guerra a los franceses practicando el arte del engaño. Que en los campos gritábamos Fgansuá (François), el franchute asomaba con un Güi semuá (oui c’est moi), y el guerrillero torero de turno le pegaba un perdigonazo en la frente. Hasta que los gabachos espabilaron y empezaron a gritar Pepe por los mismos campos. Pero que la jugada les salió rana porque nuestros muchachos, más despiertos, se quedaban quietos callados… hasta que al tercer Pepe respondían un ¿eres tú, Fgansuá?, a lo que el galo se levantaba otra vez con un güi semuá. Y pum, otro hijo de Napoleón que quedaba listo para la mortaja, por sagaz.

Hace unas semanas tuve ocasión de regresar a mi natal, querido y universal Madrid, el mismo de los fusilamientos del 3 de mayo. En mi primer reencuentro con un buen amigo de la capital, me explicó que “en Madrid la gente lleva mascarilla en la calle para que se joda Sánchez, no porque guste llevarla”. O sea, para entendernos, si Pedro la quita, el madrileño se la deja puesta en solidaridad con Ayuso. Cosas veredes amigo Sancho. La nueva “libertad” consiste en llevar un bozal como acto de afirmación política.

Sea por Ayuso o por la devoción con Santa Mascarilla Protectora, Bendita tú eres entre todas las medidas, y Bendito es el aire que me filtras, Madrid es hoy por hoy una de las capitales más mascarillófilas de Europa. Basta dar un paseo por sus calles y contrastar con las europeas, ejercicio para el que tampoco hace falta tener mucho dinero: abrir Youtube, escribir la palabra walking acompañada de la ciudad europea que se desee, restringir la búsqueda al último mes, et voilà!, la verdad al desnudo salvo las caras de Madrid, siempre bien tapadas. En ciudades como Barcelona, por ejemplo, el paisanaje es bien distinto gracias a la presencia amplia de turistas, que siempre vieron esta medida como lo que es, una superchería hipergarantista. Así que no la llevan y de paso, además, nos ayudan a pepes y oriols, marías y montserrats, a ir abandonando una fijación con el trapito digna de diagnóstico. Pongamos, doctora España: trastorno obsesivo compulsivo colectivo. Sin hecho diferencial catalán que valga.

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La declaración de intenciones, “el madrileño la lleva para que se joda Sánchez”, de por sí estrafalaria, se vuelve estrambótica cuando recordamos que Ayuso fue una las tres únicas voces que presionó al Gobierno para la retirada de la obligatoriedad en espacios exteriores antes de que el propio Pedro Sánchez anunciara la vuelta de las sonrisas a las calles. Junto a García-Page y Ximo Puig (quién te ha visto y quién te ve), dijo alto y claro antes del fin de la obligatoriedad que quizá nos estábamos pasando de hacer el panoli. Y con mucho tiento y la boca pequeña, añadía que quizá, a lo mejor, es posible que, quién sabe, podría ser, tal vez, acaso, tocaba cambiar aquello.

El tema que les quiero traer no es el de la mascarilla, que en España ha causado más furor que el reguetón en esa cosa del pasado llamada discoteca, sino el del navajeo político a diestro y siniestro. El si te mueves de la foto tú sabrás, que hay mucho cuñado sin enchufar y poco cargo pidiendo banquillo. Ese regusto tan patrio y tan sandunguero (gracioso) de asestar un bofetón por tierra, mar o aire al líder político de la región vecina, o al del partido contrario, que a veces hasta hay suerte y coincide que es el mismo. Gesto que si de por sí ya es feo e improductivo, cuando se adorna con los ropajes de las políticas de Salud Pública adquiere el tinte de la parte menos noble de la pornografía política, rayana en el delito; o, cuando menos, propia de las versiones más chabacanas y toscas del arte de encamarse con el poder.

O sea. No es la mascarilla. Es que hasta la mascarilla la politizamos. No tenemos perdón, con perdón.

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Si repasamos los rifirrafes políticos desde el estallido de la pandemia se repite una constante: basta que un líder diga o haga algo, para que de forma inmediata obtenga respuesta en otro líder rival, diciendo o haciendo lo contrario, incluso si se opone a lo que decía o hacía tan solo unas semanas antes. Hemos visto a representantes públicos criticando y alabando medidas y restricciones casi en cuestión de días, porque era lo que el guión le exigía en cada momento. Evoluciones que van de abrir el ocio nocturno a reclamar toques de queda sin solución de continuidad, para dejar en evidencia al rival; o que critican Estados de Excepción encubiertos mientras bajo cuerda redactan una Ley de Pandemias que ríete tú de los campos “educativos” de los Jemeres Rojos.

Y en estas estamos, siendo el país líder en porcentaje de personal vacunado, y con autoproclamados expertos haciéndose cruces porque, tertulia televisiva mediante, “resulta que a los jueces ahora les ha dado por hacer de epidemiólogos”. Dejándonos adelantar alegremente por la derecha por países como Dinamarca, Holanda o el Reino Unido, que han llegado al fin a la conclusión de que quizá, oiga, no sé, piénselo, puede que después de 18 meses ya todo bicho viviente haya tenido una experiencia más o menos cercana de enfermedad severa o incluso con desenlace fatal; y que a lo mejor no hace falta tratar a la ciudadanía como niños a los que indicar qué hacer, dónde sentarse, cómo vestirse de cuello para arriba o con qué partes del cuerpo saludarse.

Aquí prima todavía, no sabemos por cuánto tiempo, el Virgencita que me quede como estoy. La resignación timorata del “si ellos quieren avanzar, que avancen”. Nosotros como si nos quedamos 20 años en modo pandemia. Total, solo cuesta un poco más respirar, pero es mejor eso que morirse. Actitud que conviene para que a nadie le vuele la tapa de los sesos uno de los francotiradores de nuestra política. ¿Eres tú, François? Güi semuá. Pum. Por listo. Que de listo que eres pareces tonto. 17 caciques con sus delegados provinciales y sus diputaciones, haciéndose trampas unos a otros y esquivando balas de los rivales, del Gobierno y a veces hasta de los suyos, si toca.

Mucho ojo, nunca mejor dicho, porque en el país de los ciegos el tuerto es el rey. No es la primera vez que el tuerto de la Moncloa les pilla con el paso cambiado a los demás. Y no hace falta ser demasiado avispado para comprobar cómo los reyezuelos taifas de nuestras Españas se queman de restricción en restricción, acompañadas de sonoras bofetadas judiciales, mientras Pedro cambia las fichas de su dominó particular y allana el camino para un posible Freedom Day. Si le sale bien será una mezcla de mérito propio e incapacidad ajena. Hagan lo que hagan algunos madrileños con las mascarillas. Que a esas alturas ya poco importará. Como si las quieren seguir llevando 40 años en defensa de la “libertad”.

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