Quizá sea porque consumo demasiado Twitter, el lugar perfecto para conspiraciones disparatadas u otras que no lo son tanto. Pero lo cierto es que, especialmente desde la irrupción del Covid, cada vez me cuesta más confiar en la corriente de información establecida. Esa que supuestamente se basa en datos oficiales (los que, por cierto, nos suministran las administraciones o las instituciones que dependen de ellas) y en el maldito (por no utilizar otra palabra por la que se me pueda tachar de soez) ‘clickbait’.
Echando la vista atrás me da, literalmente, vergüenza al recordar algunas acciones que yo mismo practiqué durante los meses más oscuros de la burdamente llamada emergencia sanitaria. Ese mirar mal al vecino que bajaba a la calle a tirar la basura con la bolsa vacía. El gesto de desaprobación hacia el adolescente que llevaba la mascarilla por debajo de la nariz. Yo lo hice, porque creía lo que me contaban los transmisores de los hechos en los que ciegamente confiamos.
Con el tiempo no me ha hecho falta indagar demasiado para darme cuenta de la inmensa falacia que fue la pandemia durante buena parte de su desarrollo. Sé que con esta afirmación me llevo la medalla de “negacionista”, aunque cada vez es un adjetivo que se luce con mayor orgullo. Eso sí, no le daré el gusto a los “covidianos” y seguiré defendiendo lo terrible que fue el virus… durante tres meses. Pero hasta ahí. El resto ha sido estirar el chicle por intereses económicos y políticos.
Sin embargo, no vengo a hablar de PCRs ni de pasaportes sanitarios, sino de la nueva excusa que se han inventado los mismos que pedían a gritos confinamientos severos por unos mocos para meternos de nuevo el miedo en el cuerpo: el calor. Una vez más, el sentido común me dice que ese nauseabundo contador de muertos por la ola infernal que nos asola huele, nunca mejor dicho, a chamusquina. Y solo hay que tirar de hemeroteca para ver que nos están vendiendo de nuevo la moto.
En 2019, cuando aún éramos felices y no lo sabíamos, se hablaba de nueve muertes en todo el año en España por olas de calor. No, no es un dato que me esté inventado, lo publicaba una prestigiosa agencia de noticias en este enlace. Digo prestigiosa porque me creo esos datos. Nueve defunciones como consecuencia directa de las altas temperaturas son muchas, pero es que sin haber acabado julio nos quieren hacer creer que llevamos más de mil… con dos meses de verano por delante. ¡Un 13.250% más!
Claro que habrá habido mil muertos a partir de junio. Y que un paseo de un octogenario con cáncer a las dos de la tarde con cuarenta grados y sin zonas sombreadas no es lo mejor para conservar la salud. Aquí es donde está el problema, que ese millar de fallecidos se obtiene no como consecuencia directa de las olas de calor, sino por estimaciones, causas indirectas o, perdonad la frivolidad, el “golpe de gracia”.
Eso sí, el periodista que está en la redacción y el político que nos quiere hacer tragar con el cambio climático saben que cala más un millar de cadáveres y que en Londres se están derritiendo las carreteras (también lo habréis leído) que no ese ya olvidado consejo de obedecer al cerebro y esperar a última hora de la tarde para salir a caminar. Una lección que aprendieron muy bien cuando se les llenaba la boca con las incidencias disparadas de contagios y veían que les surtía efecto para atemorizar y someter a la población.
Tengo la fortuna de trabajar en un medio en el que se ha huido del ‘clickbait’ y ha buscado el servicio a la ciudadanía. Que ha investigado antes de publicar y, sobre todo, que nunca me ha impuesto qué debo opinar y qué no. Porque este artículo es de opinión, pero tiene mucho de todo lo demás. De servicio a la ciudadanía, para que apague la tele y compruebe por sí misma si los cadáveres se apilan en las aceras por el bochorno del mediodía. También de investigación, aunque no demasiada, porque basta con introducir un par de palabras clave en Google para comprobar que, por ejemplo, la ola de calor de 2015 duró 26 días, unos cuantos más de los que llevamos ahora… y ni siquiera hay referencias a defunciones.
El último ingrediente, y de esto le sobra, es la rabia. Rabia por, como decía hace poco el gran Ángel Martín, pedirnos “un pequeño esfuerzo” desde los púlpitos mediáticos y burocráticos cada diez días por un motivo distinto, mientras los titulares nos anuncian catástrofes inmediatas que son culpa nuestra por haber hecho muchos kilómetros con nuestro viejo coche diésel o por echar una siesta con el aire acondicionado por debajo de veintidós grados.
O igual es que paso demasiadas horas en Twitter.
