El año pasado la pandemia explotó en nuestro país días después de las manifestaciones del 8-M. Una coincidencia temporal o una razón de causa-efecto, provocaron que las concentraciones fuesen la diana de todos los dardos. Doce meses después, las protestas que se vertían en los platós de televisión han quedado desdibujadas ante dos oleadas de coronavirus que han dejado en jaque, aún más si cabe, a un país que no remonta. Llega el 8-M y, de forma inevitable, el debate se pone sobre la mesa, ¿Cómo lo celebramos?.
La polémica está servida, aunque eso no es de extrañar. Hay que hacer uso más que nunca del dicho “la salud es lo primero” y anteponer el bienestar general de la sociedad a las reivindaciones. En muchos rincones de España se celebrarán actos culturales, concentraciones separadas, en otros tantos se optará por hacer cadenas humanas, mientras que en la capital se ha prohibido cualquier celebración pública por miedo a las concentraciones masivas. Como era de esperar, las opiniones no han tardado en hacerse oír en todos los bandos.
En mitad de ese guiso de argumentos contrapuestos, los balcones que tanto protagonismo tuvieron en 2020 vuelven a alzarse como recurso. El reflejo de todo patio de vecino se convierte en trinchera. Y digo trinchera porque los balcones morados son la única alternativa, en este tiempo que nos ha tocado vivir, para reivindicar una lucha que lleva un siglo en movimiento.
Este año la manifestación del 8-M no se puede celebrar, y no sin razón, por un virus que no parece querer cogerse una excedencia. Sin embargo, por otro lado, parece que es la única manifestación que incomoda, mucho más que esas concentraciones que fomentan acabar con el “coronacirco”, como bien diría Victoria Abril.
Resulta incomprensible ver como el feminismo molesta más que el negacionismo, aunque supongo que todo empieza y termina en política. Puede que el moscardón que zumba alrededor de la oreja de tantos sea el debate, que cobra eco, sobre una realidad que se quiere tapar alegando que las cosas ya no son como en el tiempo de nuestros abuelos.
Quizás sea eso. Quizás lo que tanto fastidia es que se quite la mordaza, que la sumisión y la cabeza baja ya no sean un habitual. Quizás resulta incomodo que se quiera acabar con el argumento del sexo débil. Sí, quizás sea eso lo que incordia, que las voces se alcen tras siglos de silencio.