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La pandemia de los acojonados y otras cosas de cojones

La pandemia, hoy, en su estadio actual, y en las consecuencias que ello tiene sobre la asunción de normativas sin sentido pero que ya forman parte del paisanaje, es la pandemia de los acojonados

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Desde hace meses circula una expresión entre mandatarios y figuras públicas de primer nivel en esa porción del mundo que llamamos Occidente. O sea, el mundo que maneja el cotarro, China aparte. La expresión es pandemic of the unvaccinated, o “pandemia de los no vacunados” en español. Busquen, que no me invento nada: la utiliza por primera vez un tal Steph Bee el pasado mes de mayo, y es una de esas expresiones malditas que algún spin doctor pone en manos de algún presidente de EEUU, y para qué quieres más, Nicolás.

Quizá habría que recordar que ese mismo presidente afirmó apenas semanas antes aquello de vaxxed OR masked, que podemos traducir como “o te vacunas, o con mascarilla”. Y que donde dijo digo dice Diego, porque hoy la norma en medio Occidente, incluido medio gigante norteamericano, es vaxxed AND masked; o en versión de nuestra mojigata ministra de Sanidad, Carolina Darias, “la cultura del cuidado”. Dicho en román paladín: todas las vacunas que se nos ocurra que sean necesarias, y mascarilla hasta para ir al baño, aunque no hay dios a probar que sirvan para poco más que hacer el canelo. Pero toda precaución es poca. Etcétera. Y etcétera hasta la náusea.

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Entre un párrafo y otro va también un cambio de denominador. El numerador es el mismo: la pandemia, que un servidor nunca negó. Pero el denominador cambia: no es la pandemia de los no vacunados. No. La pandemia, hoy, en su estadio actual, y en las consecuencias que ello tiene sobre la asunción de normativas sin sentido pero que ya forman parte del paisanaje, es la pandemia de los acojonados. Palabra que sonaría gruesa en cualquier manifestación del lenguaje, pero que cierta gloriosa marca de embutidos ha tenido a bien rescatar del ostracismo de lo políticamente correcto para ponernos frente al espejo, y preguntarnos si de verdad este raro mundo es el que dejaremos en herencia ad infinitum para las futuras generaciones.

Los acojonados son quienes no se fían de lo que la mayoría, incluido quien firma, se ha inyectado. Quienes a pesar de haberse puesto unas vacunas que son cojonudas, siguen con los cojones de corbata porque desde la tele, unos expertos y unos periodistas acojonantes, en su acepción de asustaviejas, les recuerdan a diario que esas vacunas “no esterilizan”. Y dale perico al torno. 

Jamás hubo tanto antivacunas en España influyendo tanto en el día a día de la sociedad. Pero esos antivacunas no están bebiendo lejía, sino presentando espacios de televisión; donde además les va muy bien llamarse de todo a la cara sin mascarilla porque, dicen, los platós de los techos de televisión son tan altos que los “aerosoles” se diluyen. Curioso que ahí sí y en la vía pública no, a tenor de lo que cualquiera con ojos y sentido de la decencia puede percibir en el comportamiento de sus vecinos, muchos de ellos acojonados por los VIPs, cualquier día, a cualquier hora, en cualquier calle de cualquier ciudad de España.

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Los acojonados son quienes, desde esos altavoces de cuñadeces moralistas que son las redes sociales, nos arengan a diario con las mil precauciones que adoptan en sus viajes. Son quienes muestran a todas horas y con orgullo sus medidores de CO2, que algún mercachifle con mérito universitario les ha vendido, y que llevan a todas partes como fieles mascotas. Aunque tengan menos utilidad que Ronald McDonald en una convención de veganos.

Los acojonados son esas tipas y esos tipos, tan “cojonudos” ellos, que llaman a la azafata de turno en el avión porque su compañero de viaje lleva una mascarilla “de las semitransparentes”, porque no les parecen fiables aunque estén perfectamente homologadas. Y a pesar de que, con ello, se haga evidente el inopinado ridículo que hemos aceptado como medida de protección colectiva. Ahí tienen los colegios: todos los chavales con “mascarillas mágicas” y los casos fluctuando al alza. Los acojonados no se plantean si algo de todo este circo tiene o no tiene sentido. Los acojonados tragan, y piden que los demás traguen. Más que pedirlo: lo exigen. Se les entrenó como policías de balcón en abril de 2020 y están encantados de haberse descubierto como los Starsky y Hutch de la pandemia.

Los acojonados son esos a los que, como le pasaba a buena parte de los alemanes en los años 30 del siglo pasado, les resulta indiferente, e incluso apluaden, que se señale, se marque y se aparte de determinadas actividades a los “nuevos judíos”, AKA no vacunados. Sin preguntarse si cabrían opciones como un test de antígenos, que también ellos, vacunados cojonazos que no se fían de su propia vacuna, deberían practicarse a fin de descartar que estén infectados.

Los acojonados son aquellos que dicen que cada vida vale un cojón, aunque en realidad las vidas de los demás, que pasan también por llegar a fin de mes, les importen tres cojones. Ellas y ellos se sienten con derecho a poner sus cojones encima de la mesa para hablar de la salud, aunque no sean capaces de discutirle a sus mangurrianes dirigentes que despidan a 30.000 sanitarios, con dos cojones, porque para sus presupuestos es un desfase de mil pares de cojones. Anda que no, buen dinerito es para regar otros “poderes” que tienen una deontología “a prueba de bombas”. Ejem. Cof cof. 

Los acojonados son aquellos a los que no les importa que mucha gente se quede sin más oficio que rascarse los cojones a dos manos. Son incapaces de ver que las decisiones de salud pública están adoptadas por políticos que tienen los cojones cuadrados, a espaldas y haciendo oídos sordos de lo que les dicen sus técnicos de salud, la mayoría de estos cojonudos de verdad. Los técnicos tienen los cojones pelados de repetir que el pasaporte es contraproducente y no sirve para nada, pero sus líderes tienen los cojones más grandes que los del caballo del Cid. Les pesan tanto que usan carretillas de leyes magufas para llevarlos, descojonados de la risa sinvergüenza mientras lo hacen.

Y qué quieren que les diga, tanto acojonamiento me tiene hasta los cojones. En mi día a día trato de hacer como que no lo percibo. Pero es que lo que está en juego no es el día a día de cada cual. Lo que está en juego, y esto es lo que más acojona del miedo, es que cuando inspira decisiones políticas en realidad alimenta un monstruo que generalmente es el preferido por desalmados que imponen su criterio por cojones. Es decir, alimenta toda suerte de fascismos. A los que los acojonados, en su huida hacia delante espoleados por el miedo, nunca dirán que no. 

Muchas y muchos españoles, como muchas y muchos “occidentales”, andan pidiendo a gritos una soga al cuello, un revival del absolutismo y el vivan las caenas, una versión actualizada de algún caudillo que nos diga a cada rato cómo cojones debemos vivir para ser buenas y buenos ciudadanos. Por su bien, por su salud, por su seguridad. Gente a la que en el fondo nunca le gustó la libertad, y que no quiere soltar la presa de poder imponer grilletes al resto. 

Porque están, sencillamente, cagaos de miedo.

Acojonados.

Manda cojones.

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