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Clara

"Sabía que estaba entrando en la deriva que lleva a uno a autoconvencerse, arrinconando a la razón, de que lo correcto es lo que pide el instinto. "

Acababa de echarme en el sofá, tras un día complicado, a sumar a unos cuantos días no mejores que éste; y me disponía a disfrutar del único rato que tengo para mí mismo cada jornada: ese rato que transcurre entre cuando es lo bastante tarde ya para que a nadie se le ocurra importunarme por teléfono u otro medio, y ya están acostadas mi mujer y mi hija, y el momento en el que el sueño puede también conmigo. 

          Me temía que ese rato iba a ser cuestión de minutos, ya que acumulaba cansancio físico y mental. Así que ver un documental o una película quedaba descartado. 

-La derecha acusa al gobierno de estar del lado de ETA…-decía la tele, que ya había encendido casi por inercia-. 

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-Joer, qué puñetera tabarra con lo de ETA cuando ya desapareció hace una década -susurré ofuscado, descartando también ver el debate del Canal 24 horas-, y apagué la tele apretando fuerte el botón rojo del mando a distancia. 

          Tampoco era cuestión de leer, ya que hacerlo con sueño supone que, cuando se retoma la lectura, uno se da cuenta de que de nada se enteró. 

          Pero me resistía a la idea de irme a la cama, sin tan siquiera unos minutos de hacer algo que sencillamente me apeteciera en todo el puñetero día. 

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Así que me quedaba echar una partidina a la videoconsola, o poner música y dejar pasar el tiempo simplemente escuchándola. 

          El pitido de mi móvil, anunciando la recepción de un mensaje, me recordó que también tenía la opción de enredar un rato con el teléfono sin más. Pero «¿Quién me mandará un mensaje a estas horas?”.  

Le di a escuchar el mensaje de audio. Era de Clara. 

-Ven a mi casa, y te aseguro que no te arrepentirás- – le escuché decir con su voz intencionadamente sexualizada. 

-¡Ostras! -susurré más alto que el anterior susurro, al tiempo que daba un respingo en mi asiento- Esta tía o se ha equivocado o ha tomado algún combinado de más. Pero, «¿y si…?», pensé. 

La verdad es que está para recorrerla de arriba a abajo parándose en cada recoveco-. 

El teléfono indicaba que ella seguía «en línea», pero me quedé petrificado pensando en qué hacer, y esperando que ella eliminara el mensaje o se disculpara por la equivocación. Pero pasaban largos segundos y ni siquiera aparecía un “escribiendo”. 

Rápidamente, apreté el botón de poner en espera el aparato y lo tiré a un lado. 

          Llevaba una temporada de broncas con mi mujer, por eso en mis opciones de relax no había contemplado anteriormente el irme a la cama con mi ella. Pero ya había pasado por más épocas así y habían venido otras estupendas detrás. Así que no podía, no debía, seguir la corriente de aquel mensaje. 

Desde que comenzara a salir con ella, allá por la prehistoria, había rehuido insinuaciones femeninas sin dejar lugar para el mínimo flirteo, consciente de que si uno juega con fuego se puede liar un incendio; y consciente de que si uno deja que la sangre baje al centro del cuerpo, el cerebro no funciona igual. 

          Ahora me comía la curiosidad de saber si aquel audio iba en serio, pero al mismo tiempo iba pensando cosas del estilo: «si se descubre una infidelidad lo peor no es el acto en sí, sino que ya no se puede volver a confiar en esa persona y eso dinamita una relación» y, tirando de mis manías, incluso añadía que la fidelidad es también una cuestión de salud: puede pasar que uno traiga a casa lo que no quiere, y para colmo se lo contagie al resto de la familia. 

          «Pero, joer, esta tía me pone y mi mujer está más pendiente de hacer la guerra que el amor; ya llevo demasiado tiempo de abstinencia». 

Demasiado tiempo me parecían dos días, y ya iban por lo menos diez. 

          Sabía que estaba entrando en la deriva que lleva a uno a autoconvencerse, arrinconando a la razón, de que lo correcto es lo que pide el instinto. 

Así que tenía que hacer algo pero ya, o acabaría diciéndole a Clara que no le iba a faltar de nada, y que iba para allá como un cohete, dejándole a mi mujer un mensaje de que salía a dar un paseo nocturno…, omitiendo, por supuesto, que el paseo era a casa de su amiga… 

“”Ostras, ahí está el tema, atontao –pensé con tanto susto como alivio-. Clara es tu amiga de rebote, de quien es amiga es de tu mujer ¿No te estarán tendiendo una trampa?”” 

          Esa chispa de pensamiento me devolvió la sangre a la cabeza, y entonces se me ocurrió algo que me hizo olvidar a Clara: «¿Y si me hago pasar yo por el baboso ese que le anda rondando a mi mujer?  Ella tampoco es que lo haya mandado a la mierda, que es lo que debiera. Según ella es por no herir sus sentimientos, alegando que es un buen amigo ¡Vamos a ver si es verdad!».  

Sin perder un momento, cogí el móvil del trabajo, cuyo número nunca le había dado a mi mujer. 

Ella tampoco se había molestado en pedírmelo, porque siempre llevo encima el particular. 

Cogí la foto de perfil del tipo ese y la coloqué en el de este teléfono mío. 

Le escribí lo siguiente: 

«Soy Ramiro con teléfono nuevo ¿Qué te parece si te pasas por mi casa mañana cuando salgas de trabajar?” 

          En el móvil de mi mujer apareció «en línea»… «Ostras, ¿Pero ésta no estaba durmiendo?», me sorprendí. 

          A continuación escribió: 

“¿No te tengo dicho que no me escribas a este número?”. 

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