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El ansiado fin de la mascarilla callejera

Según el campeón nacional de ruedas de prensa del último año, Fernando Simón, «en unos días» es fácil que digamos adiós a las mascarillas al aire libre. A más de uno le va a explotar el cerebro. Con la monserga diaria de la triple eme, manos, mascarilla, metros, cuya cantinela ya es más conocida que los cuatro millones de euros de los Niños de San Ildefonso, a ver ahora cómo logramos que nuestros Pepes y nuestras Marías entiendan que, de un día para otro, se la puedan quitar.

En realidad deberíamos haber dicho adiós a las mascarillas al aire libre hace mucho tiempo. No deberíamos esperar a dentro de unos días. Ni a mañana. No. Hoy, ahora, en el mismo momento en que usted está leyendo estas líneas. Eso lo sabe Simón y lo sabe la jefa de la cosa ministerial, la misma que en una sobrada de higienismo de manual afirmó semanas atrás que las mascarillas “habían llegado para quedarse”. Lo sabe incluso Biden y su vaxxed or masked (vacunado o con mascarilla). Lo saben. Pero no lo pueden decir. ¿Usted se imagina a un político, y más un político español, o uno que no lo es pero debe seguirles el juego (Simón) diciendo que se equivocaron?

Porque se equivocaron. Mejor dicho, se pasaron de frenada. Un artículo reciente del New York Times explica cómo las mediciones que cifraban hasta en un 10% la transmisión en exteriores fueron en realidad en condiciones no tan exteriores. «No hay una sola infección por Covid documentada en ningún lugar del mundo por interacciones casuales al aire libre, como pasar junto a alguien en la calle o comer en una mesa cercana», señala la prestigiosa cabecera en su artículo.

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Pero no hace falta irse a New York para aplicar el sentido común. Los ejemplos de la incongruencia sobran, y son la muestra del enorme daño que han hecho quienes han exprimido al máximo la ubre de los “aerosoles”: si el bicho es tan contagioso que se contagia por el aire por un contacto casual, tendrían que haber estado usando también mascarillas quienes se asomaran a un balcón en su vivienda. O a una ventana. O a un patio interior de vecinos. O quienes van en su coche con la ventanilla bajada. Mejor dicho: tendríamos que haber estado usándolas hasta para dormir.

Más aún, si de verdad se contagiara así, nunca jamás se habrían permitido excepciones como practicar deporte individual o darle esa chupada al cigarrillo, acto cuyos numantinos practicantes tienen cada vez más difícil sin ser considerados asesinos en serie. Dicen los hagiógrafos de la mascarillofilia que por eso algunas zonas han prohibido incluso el deporte sin mascarilla al aire libre, cuando es justamente al revés: se prohibió porque no había Dios a que fuera coherente. A ver cómo se admitía eso sin poner en solfa la obligatoriedad de la mascarilla para todos los demás casos. Así que se tiró por la calle de enmedio: si vas a salir a hacer deporte, te ahogas. Incluso algún tonto a las tres ha presumido en redes sociales de haberse hecho varios «kilómetros de hipoxia», en plan «macho man».

La imposición de las mascarillas al aire libre nunca, jamás, se sometió a estudio ni control alguno con suficiente rigor para partir de una evidencia. Y en ciencia lo que no tiene una evidencia detrás, es pura superchería. En España todo el mundo ha sido obligado a esa superstición más propia de nigromantes que de doctores. Una excepcionalidad mundial a nivel de política sanitaria que inició el taumaturgo Quim Torra, y a la que se fueron sumando sin solución de continuidad todos sus colegas de oficio, esos reyezuelos taifas que ratifican el deporte nacional de la clase política española: importa más cubrirse las espaldas que establecer leyes apropiadas y proporcionales. Que nadie te pueda poner el careto como un tomate de Mazarrón por no haber prohibido u obligado a tiempo, no vaya a ser que te hagan quedar de tonto para arriba.

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Para evitar este espantoso ridículo, a Simón le han hecho tragar con una trapisondada más: ligar el levantamiento de la mascarilla en la calle a una Incidencia Acumulada a 14 días inferior a 150. A pesar de que la IA14 no tiene nada que ver con el uso de la mascarilla en exteriores, y a pesar de que cualquier científico medianamente serio sepa que, con los colectivos de riesgo prácticamente vacunados al menos con una dosis, la IA14 es una métrica con los días contados.

Pasará. Y cuando pase debe tener tres consecuencias.

La primera, el inmediato sobreseimiento de todas las multas de los tropecientos cuerpos de seguridad que tenemos en nuestras Españas. Además de la devolución con recargo incluido de aquellas multas que hayan sido abonadas, ya se trate de pronto pago o de abono fuera de fecha de «gracioso descuento administrativo». Son multas procedentes de una legislación basada en la superstición, y que tuvo como único fin establecer un sistema hipergarantista de cumplimiento, para asegurar que la ciudadanía usara la mascarilla en los ámbitos en los que resulta medianamente legítimo exigir su uso: los interiores. Esto podría dar para otro debate, pero es un melón que aún no toca abrir.

La segunda, un reconocimiento público, transparente y honesto de lo errático de esta medida, con una petición expresa de perdón a toda la ciudadanía, así como desde los medios de comunicación que la han espoleado. Porque no resiste la comparación con prácticamente ningún país del orbe. Salvo muy contadas excepciones (Hungría, Colombia, algunos estados de EEUU y regiones europeas de forma puntual), ningún país ha osado ordenar (si acaso, sugerir), este uso sistemático; o lo hicieron con la consabida excepción del metro y medio de distancia, que fue lo que con relativo acierto estableció el Real Decreto-Ley 21/2020, y que posteriormente descartaron las normativas autonómicas y por último la reciente Ley 2/2021.

Y la tercera, el inmediato levantamiento de la obligación de utilizar la mascarilla en todo momento en entornos de hostelería, excepto cuando se va a ingerir un alimento o una bebida. Aunque solo sea por una cuestión de vergüenza torera: la mayoría de la ciudadanía no ha tragado con esa imposición, y desde luego no lo hará en el momento en que caiga la obligatoriedad en entornos exteriores. 

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