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En la pandemia, como en la guerra, la verdad es la primera víctima

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Hace mucho que no ejerzo la profesión para la cual me formé, pero incluso si no quisiera escucharlo en mi interior sigue latiendo un corazón de los de la famosa “Tribu” de Manu Leguineche. Uno de esos “señores que hacen preguntas”, según definición de García Márquez, tal cual me enseñó mi malogrado maestro Pedro Sorela. Uno de esos metomentodo que se tornaba en “cuarto poder” del Estado por sentarse en determinadas tribunas, según la definición del primer Barón Macaulay, Thomas por nombre de pila.

Llamadme viejo, que a lo mejor eso es todo lo que me pasa. Que mis referencias son del siglo XX o anteriores, y que mi percepción del jornalero de la información sigue siendo la de un tipo con “astucia de rata, maneras aceptables y un poco de habilidad literaria”, según Nicholas Tomalin, fallecido por el impacto de un misil en los Altos del Golán en 1973, mientras cubría uno de los tantos episodios del conflicto árabe-israelí. Quizá solo ocurre que mi proyección de la imagen de lo que ha de ser un Pobrecito Hablador, sigue siendo la de alguien que retrata de forma descarnada el costumbrismo patrio en lugar de bailarle el agua, que burla la censura con ingenio y desdén, y que a pesar de mal comer un plato de lentejas, no se vende al primer postor, porque ningún postor es tan bueno ni tan decente como para venderle su alma. Que una cosa es no morder la mano que te da de comer, y otra es chuparle a diario la punta de su bota para dejársela reluciente.

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Me sorprende cómo el oficio se ha llegado a meter de esa manera en la boca del lobo, a lomos de un acontecimiento sin precedentes en la era de la sobreabundancia de información: una pandemia en vivo y en directo. Algo que deja en mantillas a los momentos cumbres del periodismo moderno, a saber y por este orden: el asesinato de JFK, la primera Guerra del Golfo con noches iluminadas por simpáticos misiles “de los nuestros”, y un avión estrellándose en primetime contra la torre sur del World Trade Center. Sobreexcitación informativa pandémica, cavando durante 22 meses una tumba profesional.

Bastantes compañeros de armas se sorprenden cuando tuiteros con más de 100.000 seguidores declaran la guerra al “terrorismo informativo”. Algunos hasta se ponen dignos y estupendos como si fuera un ataque personal, o responden airados y despectivos, ignorando que se dirigen a potencial audiencia con gran pasión por el dato y nulo interés por relatos de corte moralizante. Ignoran también a camaradas de gremio que estallan y dicen “ya está bien, hombre, se acabó, no me hice periodista para esto”. Y desconocen que hay profesionales buscándose subterfugios en grupos de ciberactivismo que buscan cómo ponerle el cascabel al gato del clickbait, el terror y el alarmismo.

Un periodista de raza cuestiona a los poderes establecidos. No les da coba, no los legitima, no los blanquea, no les ríe las gracias, no les alimenta sus inagotables ansias de reglamentar absolutamente todo. Un periodista, como un niño, pregunta siempre por qué: por qué un confinamiento, por qué un toque de queda, por qué una mascarilla en interiores, por qué este cierre, por qué este aforo, por qué este horario. Déme pruebas, dice. Muéstreme datos sin cocinar, que de los fogones ya me encargo yo. Muéstreme hechos en crudo, que lo de salpimentar va por mi cuenta.

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Un periodista de raza no titula con “los expertos dicen”, porque antes ha preguntado por las pruebas a esos expertos, para transmitir lo que dicen las pruebas, los datos; no lo que dicen esos “expertos”, que como mucho y con suerte están para respaldar lo que dicen los hechos. Para ser fuentes, y no protagonistas. Para no crear un circo en el que, como la canción de Quintín Cabrera, los expertos son “famosos porque salen en la tele, que salen en la tele porque son famosos”.

Un cronista de vocación no se suma a los linchamientos fáciles generados por hordas de ciudadanía histérica, ni se dedican a señalar al disidente, o adjudicar gorritos de papel de plata a quien pone en duda verdades asumidas sin más pruebas que la fe en una disposición, en el derecho consuetudinario, o en esa caduca práctica periodística bien enseñada en las facultades de la agenda setting. Un cronista debe identificar cuándo el emperador está desnudo, ya que su misión, como la del niño y la del borracho, es decir siempre la verdad.

Un reportero de oficio no hace buena la primera “conspiración” que se le interpone en el camino. Claro, porque no puede ser carne de engaño. Pero, desde luego, debe tener el colmillo retorcido para identificar en el relato oficial los clásicos principios de la propaganda: simplificación, enemigo único, desfiguración, vulgarización o silenciación (hoy “cancelación”), entre otros.

Un reportero tiene el deber ético de desafiar cualquier mínimo intento de coacción, venga de donde venga: pases, aforos, restricciones, mandatos, prohibiciones. “¿Por qué?”, debe preguntar. Más que nadie debe su trabajo a antepasados que se dejaron los ojos, la lengua e incluso la vida para que informar fuera un ejercicio que se pudiera hacer EN LIBERTAD, no tutelado, no consentido. Lo que aquel ministro de Azaña, Luis de Zulueta, expresó con todo el acierto cuando afirmó que “cuando no se puede hablar de todo, de nada se debe hablar”.

No hay peor enemigo de la libertad de información que la convicción de que nuestros poderes públicos se guían por la rectitud democrática y las evidencias científicas. Y que si este o aquel cacique nos dicen que “las autoridades sanitarias afirman que”… ¿quiénes somos nosotros para llevarles la contraria? Pues eso sois: periodistas. Gente que hasta ayer se definía por ser preguntona, incómoda, incluso molesta, batida en el cobre del sarcasmo y la acidez, con más dominio de la retranca que un gallego octogenario, más don de gentes que un comercial de Jerez, y peor mala sombra que el Cardenal Richelieu.

En los últimos 22 meses sobran los ejemplos de mala praxis. Entre muchos otros, destacan:

  • Guiños editorializantes, como Suecia paga su estrategia contra el coronavirus (El País, 21 de junio de 2020);
  • Magufadas presentadas como hechos incontestables, como Llevar mascarilla nos hace más guapos, ¿por qué? La ciencia responde (20 Minutos, 27 de octubre de 2020);
  • Incentivos disfrazados de diversión, como Vacunas para ligar: la Casa Blanca se alía con Tinder para inmunizar a jóvenes (ABC, 22 de mayo de 2021).
  • Datos “terroríficos” de repuntes diarios cada martes omitiendo que se trata de correcciones de datos no notificados durante el fin de semana.
  • Por no hablar del silencio sistemático en torno a los estudios que están en la cúspide de la jerarquía de la evidencia científica, y que ponen en muy serios apuros a los tres mantras de la pandemia:
  1. La capacidad real de infección de los asintomáticos.
  2. La eficacia de los mandatos de mascarillas.
  3. Los aerosoles como vía mayoritaria de transmisión del virus.

Lector, lectora, si has llegado hasta aquí, y consideras que vale la pena el esfuerzo, te pido un único favor: difunde este artículo entre tus contactos, especialmente aquellos que viven pegados al relato mayoritario y se fían a pies juntillas de lo que les dicen la tele y la radio. Tras dos años de carrera hacia ninguna parte y medidas que no evitan contagios, estando como estamos vacunados más del 90% de la población, quizá es hora de pasar página a una tragedia que hay quien busca estirar hasta el infinito. Porque es una fiesta informativa sin precedentes, en la que, como en una guerra, la verdad es siempre la primera víctima.

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