Hace ya más de tres años que cambié Madrid por Barcelona. Las circunstancias de la vida me obligaron a dejar la ciudad en la que nací, esa que me vio crecer y formarme como persona y como profesional, para iniciar una nueva etapa en la capital catalana.
Recuerdo la primera vez que estuve en la que es ahora mi casa. Fue en enero de 2013; en cuanto bajé del avión, vi que la luz brillaba de manera distinta. La urbe más grande del Mediterráneo español, vibrante, feliz. He de reconocer que me enamoré desde el primer momento en que la vi a los pies del Castillo de Montjuic.
No era algo complicado, en realidad. El independentismo exacerbado aún no se había dejado notar de manera generalizada y Ada Colau todavía era activista a tiempo completo. Cada paseo por las calles, sin importar la zona, era una delicia, con los negocios abiertos, los restaurantes llenos y la mano sin necesidad de irse compulsivamente al bolsillo cada cinco minutos por si faltaba algo.
Pero igual que cayó Babilonia la Grande, también lo hizo la ciudad Condal. No hay una única razón, fue un cúmulo de cosas. Una tormenta perfecta. El odio al turista, el soberanismo ciego, el populismo en el Ayuntamiento. La suciedad, el abandono. Intento hacer memoria y me cuesta encontrar una sola cosa que haya mejorado en Barcelona en los últimos años.
La pandemia fue el golpe de gracia, el tiro de remate al agonizante gigante que aún apagaba las llamas de las protestas por las sentencias del fallido procès. Por mucho que quiera reemprender la marcha, la sala de carbón de la otrora locomotora industrial está vacía. Pero eso no es lo preocupante. El verdadero drama es que nadie parece dispuesto a recuperar el esplendor que un día tuvo. La estelada y el anarquismo consistorial, abrazado por muchos, son focos demasiado brillantes como para dejarnos embelesar por una mejor sanidad o unos barrios más limpios y seguros.
El tsunami que ha anegado Barcelona no ha llegado del mar. Lo ha hecho desde dentro, abriendo una herida que será, si es que aún existe cura para ella, mucho más difícil de cicatrizar. Por eso, mientras veo la veo languidecer, no puedo evitar sentir nostalgia por Madrid. No digo envidia porque estaría faltando a la verdad. Lo que siento al ver en lo que se está convirtiendo la Villa del Manzanares es una alegría profunda. Porque veo una ciudad que mira al futuro. Ese que Barcelona decidió dejar escapar.